EL PROBLEMA DEL MAL
Problema de su origen: ¿Dios? ¿el Diablo? ¿O nuestra libertad?

El problema del mal se plantea con mucha frecuencia. Aparece en todas las religiones y culturas. El problema del bien y del mal ya se se resalta en los relatos sobre los mismos orígenes de la humanidad. Hay muchos de los llamados mitos de los Orígenes en los que constituye el tema central o al menos un apartado importante. También aparece en los relatos sobre el fin del mundo, en los llamados mitos Escatológicos. Es un tema constante en la historia de la humanidad y en gran parte de sus creaciones culturales: Aparece en la pintura, en la escultura, en el cine, en cada ideología, en cada religión, en cada sistema filosófico, en los partidos políticos, en los noticiarios sobre la vida de cada día.
Con frecuencia deriva en aptitudes maniqueístas, que separan la sociedad en dos partes: los buenos (los de mi partido, los de mi religión) y los malos (todos los demás). y, si no, que se lo pregunten a los terroristas del yihadismo, a los revolucionarios marxistas o a los fanáticos de la Inquisición o a los vascos de Eta. Es un problema universal en la mente humana.
Con frecuencia se escucha a sacerdotes cristianos hacer especial hincapié en la oposición Jesús y Dios, por un lado, y Satán o el Diablo, por otro. Es una forma de expresar la oposición entre el Bien y el Mal con mayúsculas.
Los Evangelios recogen la figura del Diablo en varias ocasiones, como el gran enemigo de Jesús. El relato de las tentaciones del desierto es claro. El diablo intenta engañar a Jesús ofreciéndole riquezas y poder. Ambas ofertas son permanentes en la historia de la humanidad. Son el objetivo de guerras e imperios. Son el origen de la permanente creación de armas y de ejércitos. El ser humano se siente poderosamente atraído por ellas. El dinero arrastra ¿Y a quién no le gusta mandar sobre los demás? El dinero da poder y en el poder se busca la felicidad. Por ellos se mata, se traiciona, se engaña.
El relato evangélico citado sólo hace recordar una lucha entre el bien y el mal tan antigua como la misma humanidad. Una lucha que se recoge ya en los Mitos de los Orígenes de las distintas culturas y entre ellos el del Paraíso Original.Pecado y redención en la Iglesia Católica

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Sin embargo, en cierta ocasión, Jesús dejó bien claro que la oposición bien-mal (en sentido moral se entiende) está en el corazón mismo del hombre. Habló del bien y del mal que se cobija en el espíritu humano.
La pedagogía religiosa suele personificar o materializar los contenidos religiosos. Aquello en lo que se cree se le da una forma material ya sea una imagen, un escapulario, un símbolo, etc. En el mito bíblico de la Creación aparece como figura fundamental la de la Serpiente, encarnación del Principio del Mal, tentando a Adam y Eva. Aparece también la figura del Árbol del Bien y del Mal.
El creyente de a pie, el que carece de una formación teológica y filosófica basada en el esfuerzo de nuestra capacidad de pensar, necesita materializar o personificar esos principios morales: el del Bien y el del Mal. Por eso crea distintas imágenes que representan el mal.
El Diablo, que existe bajo distintos nombres y figuras en las distintas religiones, es una forma de personalizar el mal moral, como si este mal existiera por sí mismo, como un ser personal intrínsecamente malo y con un gran poder sobre los seres humanos y demás criaturas. Es una especie de Dios-del-Mal.

Sin embargo, el hecho del mal moral tiene una explicación mucho más sencilla, más profunda, más humana, más inteligible para aquél que quiera esforzar su propio pensamiento para comprenderlo.
El mal moral y nuestra libertad
El mal del que hablo hasta aquí es el mal moral. Más adelante describo el mal físico. Es importante no confundirlos.
El mal moral, en sentido propiamente teológico, en la desobediencia a algún mandato divino. En sentido antropológico consiste principalmente en hacer daño a los demás seres humanos. Esa maldad se puede extender también en hacer daño a los demás seres vivos, sobre todo a aquellos animales que comparten su existencia con el hombre, ya sean domésticos o salvajes. Pero también es un mal moral deteriorar campos, bosques, ríos o mares en cuanto son necesarios para la misma existencia del hombre y de otras formas de vida.
Ahora bien, una acción humana no es moral, si no es libre. Y ser libre quiere decir que está en mi poder el realizarla o no. Si está en mi poder, yo soy responsable de esa acción y de sus consecuencias. Por tanto, si esa acción produjera daños a los demás, yo soy responsable de esos daños y puedo ser juzgado, declarado culpable y pagar una pena por ello.
Las acciones libres no son malas, si no hay una ley que las declare como tales: es la ley moral. No voy a entrar aquí en la discusión sobre si esa ley es innata o natural, o si es de orden positivo o cultural. Si es de origen cultural, cada cultura, cada religión, cada ideología, establece sus propias leyes morales. Si es de origen natural o innato, entonces hay que decir que, al menos, la ley moral fundamental va impresa en la misma razón humana y es universal. Lo que hacen las distintas culturas es establecer leyes morales más concretas, para clarificar la ley moral fundamental.

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En cualquier caso, lo que parece claro es que sin libertad no existen acciones morales, sean buenas o malas. Sin libertad no existe, por tanto, el mal moral. Sin embargo, que existe el mal moral es un dato evidente y que se puede verificar en cualquiera de las culturas de la humanidad, en todas sus religiones e ideologías.
Pues bien, si no podemos negar la existencia del mal moral, tampoco podemos negar que seamos libres. Si no fuéramos libres, no seríamos culpables de ninguna de nuestras acciones, aunque hicieran daño a los demás. Si no fuéramos libres, no habría pecados desde el punto de vista religioso. Tampoco habría delitos desde el punto de vista civil.
Si no fuéramos libres, sobran los jueces, porque no habría reos. No sería necesarios los abogados, porque no tendría a nadie para defender. No existiría el ministerio de justicia, porque no habría injusticias. No existirían la facultades de Derecho, porque no habría leyes ni derechos. Si no fuéramos libres, no sería posible la democracia, porque se basa en el voto libre de los ciudadanos. Sería un sinsentido hablar de infierno, porque no habría condenados.
Pero hay jueces, hay abogados, hay ministerios de justicia, hay parlamentos democráticos elegidos libremente por los ciudadanos. Luego somos libres. Y, por tanto, no somos libres para ser o no ser libres. Nadie puede elegir ser libre, pero sí puede cada uno elegir ejercer o no su propia libertad. Y, al tomar esa elección, ya la está ejerciendo.
Volvamos al problema del mal moral. No es un ser concreto, que anda por ahí, acechando al creyente descuidado. El mal moral es sólo una conducta posible de esa misteriosa realidad que es nuestra libertad. Esa posibilidad la llevamos dentro de nosotros mismos. Es parte esencial de esa cualidad, que hace del ser humano un ser capaz de las acciones más sublimas y de las más crueles y horribles. Forma parte de la grandeza y de la miseria que el hombre lleva en su interior.
No es en el Paraíso Original donde hay que buscar el origen del mal. Es dentro de nosotros mismos. Es fácil y muy cómodo echar la culpa de todos nuestros males a una pareja mitológica como Adam y Eva y a un supuesto Agente del Mal, como el Diablo. No olvidemos que en el mito bíblico de la Creación el llamado Pecado Original trastocó todo el armonioso plan original de Dios en su Creación. Pero la Creación, obra directa de Dios, no podía ser imperfecta en ningún aspecto. No podía llevar en sí misma la causa del mal.
Sin embargo, el mal es una realidad tan evidente para el hombre que necesita darle una explicación. A Dios no se le puede echar la culpa. Dios no puede hacer mal alguno. Para que pudiera hacerlo tendría que haber otro Ser superior a Él, que le impusiera las normas del bien y del mal.
Hay que buscar otro culpable. Además, ese culpable tiene que estar ya en los orígenes. Y es que nuestra mente busca siempre los orígenes de todo, las causas de cada fenómeno. Y no descansa hasta que llega a las causas primeras más allá de las cuales ya no plantea preguntas. Y esa es precisamente la función fundamental de ciertos mitos (los mitos de los orígenes): ofrecer en los orígenes las explicaciones últimas de lo que sucede en el presente.
La mentalidad humana antigua (que por ser muy antigua no deja de seguir existiendo enormemente extendida) pone en el mito del Diablo y de una acción libre del primer hombre el origen de todo mal. Ya tenemos, por tanto, la respuesta y al culpable.
Sin embargo, a nadie se le escapa la contradicción profunda que se esconde en esa respuesta. ¿De dónde salió el Diablo? La teología cristiana dice que es también una criatura de Dios y que, en último término, todas sus acciones están también bajo el control divino.
Según esta respuesta, Dios sería, entonces, el verdadero culpable de la existencia del mal. Y no dejan de existir quienes así lo piensan. Precisamente, ayer, comiendo con un amigo ex-sacerdote, me contaba el caso de otro sacerdote que le había dicho recientemente que “no le hablara de Dios”. Que Dios es el culpable de tantas miserias que sufre la humanidad. Esta era su respuesta a la eterna pregunta sobre el origen del mal. ¡Y era un sacerdote, con una importante formación filosófico-teológica!
La respuesta más razonable, que todo el mundo puede entender, no está en el Diablo ni en un supuesto pecado original. Está en el hecho evidente de nuestra libertad. Es ahí donde está el misterioso origen de todo mal moral.
Kant tiene una argumentación sencilla y clara sobre el hecho de nuestra libertad. Parte de la existencia evidente de la ley moral. Es un hecho que cualquiera puede comprobar en la historia de todos los pueblos de la humanidad: en todos existe la ley moral o el reconocimiento de que existen acciones humanas buenas y malas. Esa ley moral toma distintas expresiones según sean las culturas y religiones[1].
Ese es el hecho histórico. Kant, sin embargo, tras constatarlo, no dice que la ley moral sea una deducción de ese hecho. Dice que es un principio innato de la razón humana. Un principio a priori. Pero dejemos a un lado este matiz, aunque sea muy importante para Kant.
Su siguiente paso es afirmar que la ley moral es absolutamente incomprensible, algo sin sentido, si no se supone que el ser racional es un ser libre: si existe la ley moral, tiene que existir la libertad. No hay acción moral sin libertad.

Tenemos que admitir entonces que, si sabemos que existe el mal moral, es porque existe la ley moral, que establece que unas acciones son buenas y otras malas. Pero ninguna acción puede ser calificada de buena o mala, si no es libre. Todo esto parece claro. Pero la libertad, como un postulado necesario para explicar la existencia innegable de la ley moral y del mal moral, es, sin embargo, un verdadero misterio para el mismo Kant.
El misterio, por tanto, está en nosotros mismos: Somos libres. Tenemos la capacidad de hacer el bien y el mal. Ningún otro ser vivo parece tener esa capacidad. Ella es, por tanto, una nota distintiva del ser humano y de su superioridad ontológica sobre el resto de las formas de vida terráqueas, al menos desde esa perspectiva. Es un honor ser libres, pero es a la vez una capacidad ambivalente, que produce terror.
Con todo, cabe preguntar: ¿Hay alguien que desearía ser vaca o asno con tal de no ser libre y no tener esa capacidad de hacer el mal moral? Desde luego, se admiten las excepciones. Lo que parece bastante claro es que hay muchos, demasiados, que tienen miedo a la libertad. Y ese hecho, ya es un signo claro de que somos libres.
¿Por qué Dios nos hizo libres? No lo sabe nadie, sino Él. Lo cierto s que nos gusta serlo. Desde luego, puede haber excepciones.
El mal físico

En cuanto al mal físico hay que decir que sólo puede ser considerado como mal en un sentido relativo al ser humano. Una enfermedad tan temida como el cáncer, por ejemplo, no es en sí misma ningún tipo de mal. Son células que obedecen a ciertas leyes biológicas. Si las consideramos como un organismo independiente, que subsistiera fuera del hombre, no las calificaríamos nunca como enfermizas. Pero, de hecho, son células que atacan a otras y rompen la armonía de nuestro organismo. Son malas para nuestro organismo.
Un volcán es un fenómeno a la vez maravilloso y temible. Sólo lo consideramos un mal físico si produce destrucciones que afectan al hombre. Es, bajo otro aspecto, algo esencial a la misma Tierra en la que y de la que vivimos. Las últimas erupciones volcánicas en la isla española del Hierro produjeron ciertos inconvenientes para sus habitantes, pero ahora éstos mismos habitantes están explotando este mismo fenómeno como una fuente de ingresos por el turismo que provoca.
El fuego es terrible, si me quema. Es estupendo para mi salud, si me caliente en un gélido invierno o si me sirve para hacer buenos potajes para mi alimentación. Los «desastres naturales» son malos si provocan víctimas humanas y perjudican sus cosechas y viviendas. Por otra parte, causan admiración por su imponente fuerza, a la vez que miedo o temor. Las leyes de la Naturaleza siguen su ritmo. Si pedimos al Creador que las suspenda cada vez que pongan en peligro la vida o los bienes de un ser humano, le estaríamos pidiendo milagros cada dos por tres.
Pero eso sería un antropocentrismo cargado de egoísmo y alimentado por tantos mitos que hacen del ser humano el centro de toda la Creación. En otra reflexión someto a crítica este tipo de antropocentrismo, que quiere hacer del ser humano el ombligo de todo el Universo.
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[1] Viene a cuento el caso de un alumno mío argentino. Vino becado a la Universidad de Oviedo para terminar la licenciatura en Filosofía. Yo le dirigí la tesina de Licencia. La hizo sobre el pensamiento de los guaranís, indígenas del Norte de Argentina, Uruguay, Paraguay y Sur de Brasil. Entre las conclusiones de su trabajo estaba la de que los guaranís no tienen sentido del pecado o del bien y del mal. Cuando le hice analizar mejor las fuentes de su trabajo, pudo comprobar su importante error.
Durante más de treinta años impartí Antropología Cultural en la Universidad de Oviedo. Estudié con mis alumnos varias culturas, principalmente la bantú negro-africana y el hinduismo. Todas, sin excepción, tienen su propia moral. Su sentido del bien y del mal. Y he podido verificar que el problema del mal moral no se plantea igual en cada una de ellas. El concepto de «mal moral» depende de la concepción del mundo que tiene cada una y de sus mitos o creencias fundamentales.
POSTDATA
Exorcistas en la Iglesia Católica
Los últimos papas (Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco) han confirmado más de una vez que la Iglesia Católica cree en la existencia del Diablo o Demonio y en su influencia real en personas concretas y también en la historia de la humanidad. La prueba más evidente es la existencia de sacerdotes dedicados al exorcismo con nombramiento oficial por parte de un obispo. También es cierto que la Iglesia se muestra prudente a la hora de declarar a alguien como poseído por el Maligno.
No obstante, me parece muy sorprendente que toda una institución del calibre de la Iglesia Católica siga con este tipo de creencias más propias de un bajo nivel de formación humanista y de tiempos en los que el conocimiento del mismo ser humano estaba poco desarrollado.
Presento a continuación un artículo publicado en internet, con algunos retoques sobre el original. Refleja cómo está el tema del problema del mal en la Iglesia Católica en estos momentos.
La Santa Sede busca curas exorcistas (Artículo en internet noticias, 19-03-2018)
Fórmula del exorcismo

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El obelisco, que preside la plaza de San Pedro en el Vaticano, esta expresión, grabada en las cuatro esquinas del mismo. No es ni más ni menos que una antigua oración para espantar al demonio.
El temor al diablo es una de las constantes de la religión católica, incluso en la actualidad. La eterna lucha entre el bien y el mal ha llegado a nuestros días, y la Iglesia católica se muestra preocupada por lo que estima un «auge» de las posesiones demoníacas, centenares de miles en todo el mundo, tal y como asegura la Asociación Internacional de Exorcistas, que, además, ha sido reconocida jurídicamente por el Vaticano.
Exorcista español

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Sin embargo, el propio Vaticano ha dicho que de los «endemoniados» en estudio en todo el mundo, sólo un 2-3% lo eran realmente. «El resto tiene problemas psiquiátricos», decía hace un tiempo Corrado Balducci, un experto de la curia romana, ya fallecido, conocido por salir en la televisión italiana hablando del satanismo y la vida extraterrestre.
Al frente de esta lucha contra el diablo en la que se ha empeñado la Santa Sede, surge la figura del exorcista, que películas como La profecía convirtieron en algo místico. «Y, sin embargo, casi nunca [sic] tenemos casos de personas que expulsen espuma por la boca, se eleven del suelo o les dé la vuelta la cabeza», explica Alfonso (nombre ficticio), uno de los 15 exorcistas que existen en España. Una especie en extinción. Lo cual preocupa, y mucho, al Vaticano.
Son pocos los sacerdotes que quieren convertirse en exorcistas. Deben tener un permiso especial de su obispo para «expulsar al demonio», y deben contar con el apoyo de médicos y psicólogos en el proceso de exorcización, que hacen informes previos del paciente. Un médico también es requerido por la ley canónica a estar presente durante todo el ritual. De hecho, las supuestas posesiones son explicables científicamente, física o psicológicamente. Aun así, la Iglesia sigue considerando que en algunos casos sin explicación científica es el demonio que se mete en el cuerpo.
El claretiano madrileño José María Vegas llegó a Rusia como misionero hace 21 años y cuenta su experiencia. Nació en el barrio de Latina y ahora vive en San Petersburgo. «Venir a Rusia fue una aventura y me ofrecí como voluntario, sin saber a lo que venía», explicaba hace unas semanas en el programa ‘Madrileños por el mundo’ (Telemadrid).
Hoy da clases en el seminario de San Petersburgo, el único seminario católico en toda Rusia, y es el único exorcista de la diócesis, desde hace nueve años. «No tengo ningún poder especial, solo el nombramiento del obispo, y me limito a rezar», aclara para los que imaginan poderes sobrenaturales.
Cursos en el Vaticano
Frente a la escasez de exorcistas, la Santa Sede está organizando cursos para entrenar a más sacerdotes. Uno de los profesores es el religioso Benigno Palilla, exorcista de Palermo, que cree que hay un número creciente de personas que visitan a «magos, hechiceros o a lectores de cartas, en lugar de acudir a la Iglesia». El próximo mes de abril, el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum impartirá un curso de seis días en Roma sobre «el entorno existencial de los demonios». «Nos referiremos a los temas más candentes de las sectas ligadas al satanismo, con la finalidad de contarles a los poseídos la historia de su liberación», ha explicado Palilla.
Por extraño que pueda parecer, la preocupación por el demonio ha aumentado en las filas católicas. El mismísimo Papa Francisco habla constantemente del influjo de Satanás, como reflejo de la maldad en el mundo, el auge de las guerras y el odio. El año pasado, durante un seminario para confesores, Bergoglio recomendó a los sacerdotes recurrir a los servicios de un exorcista, si sienten alguna actividad demoníaca en su contra. Sin embargo, pidió precaución a la hora de determinar si una persona sufre influencias demoníacas o trastornos mentales.
Hace unos años, durante sus primeros meses como Papa, Francisco saludaba a varios enfermos en la plaza de San Pedro, cuando el sacerdote que los acompañaba le susurró unas palabras al oído. «Santidad, esta persona necesita su bendición. Le han visto 10 exorcistas, le han hecho más de 30 exorcismos y los demonios que lleva dentro no quieren salir».
Tras escucharlo, Francisco saludó a Ángel –la persona supuestamente poseída–, éste le besó el anillo pontificio y en ese momento cayó en trance. «El Papa no se dejó impresionar y siguió adelante con su oración», relataba Juan Rivas, el clérigo que acompañó a Ángel, que quería hacer ver que había habido una exorcización.
Posteriormente, el Vaticano desmintió que Francisco hubiera realizado un exorcismo, aunque sí que oró junto a una persona que, en opinión de quien le acompañaba, tenía a varios demonios dentro.
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